jueves, 6 de febrero de 2014

Nadie vende rábanos duros




Hasta la primera mitad del siglo XX muchas familias vivían de lo que cosechaban en el pequeño cercado que habían heredado de sus padres, en el que tenían una cabra y donde habían construido su pequeña casa junto al camino cuando se casaron. Eran tiempos de pocos puestos de trabajo, los más de jornaleros, tiempos en los que se aprovechaban estos "cachitos" de tierra para plantar verduras y otras hortalizas con las que se cocinaba el potaje para dos días o más.


Dentro de esa economía de subsistencia familiar, siempre se cogía algo más para obtener algunas "perrillas" que ayudaban a vivir. Entre estos productos estaban los rábanos frescos, recogiéndose los justitos que se esperaban vender; se limpiaban y se ataba una media docena con una pequeña tira de plataneras haciendo un manojo. Terminados los manojos,  se ponían en un cesto de caña, se cubrían con un trapo o saco bastante mojado, para que al día siguiente estuvieran todavía tiernos.


Cuando ya había amanecido, temprano después de salir el marido para ganarse algo para el sustento de la familia, la abuela o la mujer de la casa cogía la cesta de los rábanos tiernos para iniciar su peregrinar por las tiendas conocidas de siempre y ofrecer sus rábanos tiernos. Cada manojo, dos céntimos de peseta; casi nada, pero en aquellos tiempos, ayudaban para mucho.


Siempre se recogían los "justitos", y era preferible llevar de menos, que de más. Los que no se vendían, ya no estarían tan tiernos al día siguiente, y como además no era oportuno hacerlo diariamente con los mismos productos, más duros estarían los rábanos cuando tocara de nuevo su turno de llevarlos a las tiendas.


De estas costumbres, quien se preciaba de ser buen vendedor de rábanos, siempre tendría que llevar rábanos tiernos, pues si algún día trataba de colar rábanos duros, con el intento habría perdido la confianza de los tenderos que compraban frecuentemente sus rábanos y sus otras verduras, sencillamente, las hortalizas de hojas verdes que siempre han de ser frescas y tiernas. De aquí el decir, de cuando alguien alardeaba de ofrecer o presumir de lo mejor, por las serias dudas de su interlocutor surgía aquello de "Nadie vende rábanos duros" manifestando así su desconfianza. Esta paremia, sentencia con presunción de inocencia, se sostendrá mientras tanto sigan tiernos los rábanos.   


El rábano además de ser el protagonista de uno de los potajes de las islas, se tomaba crudo como "conduto", como el queso, las aceitunas o el gofio amasado para acompañar a las comidas, o más recientemente adornando una buena ensalada casera.


Pero del rábano (Raphanus sativus) también eran conocidas sus propiedades curativas y se tomaba crudo para combatir catarros y otras enfermedades de los pulmones, para los problemas de estómago y otros órganos. Pero sin duda su mayor valor curativo para aquellos tiempos en que abundaban los piojos, pulgas y garrapatas que trasmitían el tifus; como nos lo describe Pancho Guerra: «Cuando daban aquellos tifus de tres meses, en que sólo se alimentaban con rábanos majados y agüita de pan quemado, se quedaba un hombre ruinito en cama». Con esta dieta, los escalofríos por las fiebres altas y los dolores de cabeza, no era para menos. Una auténtica "ruina" humana.

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