miércoles, 6 de noviembre de 2013

Entre santa y santo, pared de cal y canto





Las relaciones de pareja muchos años atrás siempre comportaron para los padres de la novia un auténtico batallar por preservar su virginidad, dado que se partía del principio que una mujer y un hombre cuando se juntan, terminan jugando con el sexo, principio que posiblemente tuvo su fundamento en el propio comportamiento de los padres cuando fueron pareja.



No había excusa alguna que pudiera cambiar este principio, aunque los novios fueran a misa diariamente, se presuponía que el riesgo a que acabaran jugando con el sexo era total, y de ahí este decir que entre ambos tiene que haber una "pared de cal y canto" como remedio seguro, ni tan siquiera confiaban en la "carabina" que pudiera velar a la pareja, pues muchas de ellas acabaron como madrinas de bautismo del nuevo nieto. El DRAE nos aporta una segunda acepción para carabina: «Mujer de edad que acompañaba a ciertas señoritas cuando salían a la calle de paseo o a sus quehaceres».



Pero para llegar a ser novios, habían superado muchas barreras sociales e interrogatorios. Después de los primeros cruces de miradas guardando las distancias, sin que este guiño pudiera ser observado por nadie, coincidían "casualmente" en la tienda de la esquina o a la entrada de la iglesia. De alguno forma él, el pretendiente, se había detenido para esperar por no se sabe quien, pues ya conocía que la hora de llegada de ella, la pretendida. Más adelante se atrevieron a cartearse o mandarse recaditos a través de alguna amiga de ella, que se convertía en confidente, lo que acarreaba invitarla a algún dulce o helado.



Si había respuesta o un simple asentimiento por parte de ella, aprovechando las fiestas, cuando llegaba el baile él, el pretendiente aún, se convertía por la magia del embeleso en un valiente "de tomo y lomo" y se acercaba a la gran señora madre que con rostro serio y examinador, le hacía un urgente repaso de arriba a abajo, a cada paso que daba, como tratando de averiguar de qué familia era. Ya a dos pasos, él, el pretendiente, con suma cortesía, sin mirar a ella, la pretendida, se dirige a la madre de ella en funciones de "carabina" y lanza la pregunta definitiva ¿Es usted gustante?.



Si había superado el urgente examen de la madre, y ésta asentía con un gesto aprobatorio, recuperaba el joven el aliento para a partir de ese momento mirarla a ella, la pretendida, e invitarla a bailar. Había pasado la primera prueba de fuego real.



Ya bailando, guardando las distancias reglamentarias, es decir, observándose que entre los dos pasa bien el aire y la luz, con la animación de la pequeña orquesta que toca el pasodoble, él se atreve en la definitiva pregunta obligada diciéndole a ella: ¿Me dejas salir contigo?, de la que siempre se esperaba una respuesta positiva por las coincidencias anteriores.



Las siguientes coincidencias de la pareja serían siempre en lugares públicos, acompañada por amigas, con cruces de palabras y miradas, enamorándose cada vez más, respetando su "inmaculada" imagen femenina por "el qué dirán" porque habían muchas "alegantinas" que practican como oficio poner al prójimo “de caldo y cocina”, "haciendo una sama de una escama", o lo que es lo mismo, convirtiendo un simple roce del dedo "margaro" (meñique) en un apretado abrazo carnal, para acabar diciendo de él que es un "mataperros", con todo lo que cabe en este calificativo.



Más pronto que tarde, los padres de ella tenían puntuales noticias de los encuentros de los jóvenes. Ya habían preguntado al párroco por la familia de él, si eran "buenos cristianos" los días de guardar y, de paso, si tenían cuartos. Probablemente agradecieron la información metiendo algunas pesetillas en el cepillo de la iglesia, pues el cura no recogía dineros en la mano.



La pareja quería dar un paso importante en su pretendida relación amorosa. Era el momento de que él, el pretendiente, entrara en la casa de la novia y ser aceptado por los padres, asunto más importante que la aceptación de la futura esposa. Este paso lo iban a dar porque él, el pretendiente, tenía su trabajillo lo fuera por cuenta ajena o propia, y los padres del pretendiente le respaldaban, más que nada porque ya era hora que se emancipara el "cáncamo" del hijo, pues había tomado la casa de sus padres como una "fonda".



Pero llegar a la casa de los padres de la pretendida no era acto sencillo y rápido. Había que seguir la estrategia aprendida durante las milicias. Primero el pretendiente acompañaba a la pretendida hasta su casa, quedándose en la esquina, a una prudente distancia. A la siguiente ocasión, llegaba con ella hasta la puerta de su casa, con la excusa de no dejarla sola, quedándose un minuto para conocer la reacción de sus padres, que seguramente estarían "al acecho".



A la tercera ocasión, como deliberadamente se habían olvidado de quedar, la telefonía fija estaba prohibida económicamente y la móvil no se había inventado, llegaba hasta la puerta de la casa de la pretendida, y allí tocaba en la puerta entornada, sin atreverse a quitar el gancho que la sostenía. Como era domingo, era el padre de ella quien asumía indagar quien tocaba, aunque lo sabía perfectamente porque su hija estaba en ascuas y le brincaba el corazón. Según quitaba el gancho, le invitaba a entrar en el zaguán donde iniciaba el interrogatorio para conocer si iba o no en serio y dispuesto a terminar en matrimonio.



Superado este trance, la pareja ya eran formalmente novios, y le asignaban aquella persona que haría de "carabina" que les acompañaría a todas partes, para garantizar que la "pared de cal y canto" se mantenía incólume cada día hasta que el matrimonio fuera bendecido por el párroco.

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